jueves, 22 de noviembre de 2007

Los engranajes del pájaro de fuego IV

Ahí se quedan dos verdaderos prodigios del mundo postmoderno
- No os mováis de ahí. En cuanto acaben de curarme volveré a recogeros. No hay despedidas. Yo , por si acaso , les lanzo un beso a sus espaldas : este mundo verde podría volverse muy negro.

Solía llevar a mis refugiados a este piso franco. A veces se acumulaban en él siete u ocho personas , casos únicos , desastres irrepetibles , y se organizaban con pasmosa rapidez y reglas nunca vistas : era mi propio universo. Me sentaba en el sillón del pasillo y hacía maratones confesionales. Doce horas de notas , lágrimas , risas nerviosas y café. Solía tener éxito.

La casa de Doc sigue igual. Geranios de concurso ,fachada impecablemente blanca y una cruz roja sobre la puerta, que se abre siempre de par en par.
- ¡Martín!
- Doc , tengo algo muy feo aquí.
- ¿Qué le ha pasado a tu coche? , dice tras echar un rápido vistazo a mi no-dedo.
- Lo mismo que a mi dedo. Le han disparado con balas dum-dum.
- Siempre me ha gustado este coche. La alegría de Doc frente al dolor ajeno es fruto de una confianza absoluta en su habilidad como médico y algo más : es uno de los hombres más feos del mundo. Ante este drama , todo lo demás le parece ridículo.

Observo sus ojos en extremo profesionales mientras se prepara.
- Siempre preocupado , Martín. Me imita arqueando las cejas , el muy oranguntán.
- ¿ Qué tal tu hermano?
- Exitoso y cabal. Pero aún sigue en casa , llevándose a una amiguita diferente cada noche y despidiéndolas en el desayuno familiar de la mañana.
- Ja , ja , se ríe Doc , abordando de repente mi dedo. Mi hermano , pienso justo antes de desmayarme.

Los engranajes del pájaro III

Después de las doce hay poco tráfico , hasta las dos menos cuarto. José ha desayunado poco , un vaso de leche manchado de café , Ana se ha puesto las botas (está radiante la tía) y yo tengo un nudo en el estómago. La angustia es virilizanta pero te vuelve un poco idiota.
- Ya te has pasado la salida
- Bien , bien.
José duerme encogido en el asiento trasero cuando la luna trasera estalla en medio de un estruendo seco , seguido de un tintineo de cristales suave como la deflagración de una bengala. Ana mira hacia atrás por la ventanilla.¿ Por qué? No sabemos lo que ha pasado. Puede haber sido una piedra lanzada desde los arrozales por el nieto cabroncete de un agricultor o una locura más de la física térmica. El dedo me revienta y la falange se estrella contra el radiocassette. Pánico. José se echa al suelo. Ana me abofetea.
- Estás sangrando , gilipollas.
Siempre hay camiones en esta carretera , pienso mientras adelanto a uno a ciento ochenta , a punto de estrellarme con la cabeza de una cola de coches que viene en dirección contraria.
- Es un coche negro , dice Ana.
- Bien
- Lo estamos perdiendo.
- Bien. La clave de la virilidad es la idiotez , me digo señalando a Ana con mi muñón.
- Duele

sábado, 10 de noviembre de 2007

LOS ENGRANAJES DEL PÁJARO DE FUEGO II

- José , no quiero nada de esto.Mírate, por el amor de Dios.
José se sienta en el suelo , al lado de la mesa empotrada , delicadamente , con una serenidad de autómata. Su delantal blanco me recuerda a una bandada de palomas , muertas por falta de sueño. Ana presiente el alcance de este momento en nuestras vidas y ante su grave mirada decido quitarle hierro al asunto.
- Vamos a tirar toda esta mierda por el retrete. Cojo el saco de oro blanco ( ¿Dos millones?¿Tres? ) , decidido a hacer una buena acción. "Vamos" , digo dirigiendo una sonrisa forzada a Ana , pero ella no me mira a mí. Mira a José. Sin un ruido se ha tumbado sobre el suelo , con las manos sobre el pecho. Si nos estuvieran filmando la cámara estaría a ras de suelo , trémula.
Suelto el saco y me acerco a mi amigo y protegido , deseoso de saber cómo de fría está su mejilla , cuál es su capacidad de respuesta a un estímulo : cómo de roto se encuentra.
- José , digo asomándome a su campo visual.
- Martín , todavía soy virgen.
- Yo creía que eras marica , pero resulta que eres un santo.
Una sonrisa lacónica se asoma en su rostro y el tiempo vuelve a moverse , muy despacio , como si la tragedia hubiese puesto otra bala en su revólver.
Echamos la cocaína por el retrete , a la luz de las velas , como sugiere Ana. Doce , treinta mil. Dos millones doscientos.